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mpacto que alguien pudo haber tenido en el mundo.
   Esa  experiencia  me  llevó  a  mirar  mis  propias  acciones,  las  que  realizo

   desde mi espacio, y a preguntarme cómo podría lograr que, al final de mi
   vida, las palabras dichas sobre mí tuvieran más sustancia.



   Que mi existencia no se agotara en los recuerdos, sino que siguiera viva

   en las acciones que mis actos inspiraran en otros.
   Tiempo después, escuchando un podcast, me encontré con una referencia
   al libro The Denial of Death, de Ernest Becker. Descubrí que no soy el
   primero que ha pensado algo así. Becker plantea que los seres humanos
   buscamos la inmortalidad a través de nuestras acciones: en aquello que

   dejamos en otros, en las obras, los gestos o las huellas que trascienden
   nuestra propia existencia.
   La cultura, el arte, la educación, el amor, el servicio... todos son intentos
   de  construir  una  forma  de  inmortalidad.  Cada  vez  que  ayudamos,  que
   inspiramos o que transformamos, dejamos un fragmento de nosotros en
   el mundo.
   Quizá ahí resida el verdadero propósito de la vida: vivir de tal manera
   que, cuando ya no estemos, lo que hicimos siga hablando por nosotros. No

   por una ambición de ser recordados, sino como una afirmación profunda
   del  sentido  de  existir.  Si  todo  termina,  entonces  que  lo  que  hagamos
   mientras tanto realmente valga la pena.
   Tal  vez  la  pregunta  más  importante  no  sea  “¿qué  he  logrado?”,  sino
   “¿qué  impacto  tendrá  mi  vida  en  los  demás,  incluso  cuando  ya  no  esté

   aquí?”.
   Becker nos invita a comprender que la negación de la muerte no es solo
   un  acto  de  miedo,  sino  también  una  oportunidad:  la  de  convertir  ese
   miedo en motor creativo. Podemos elegir vivir de manera que nuestras
   acciones sean más grandes que nuestro propio tiempo, que nuestro paso
   por la vida deje un eco.
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